San Ignacio de Loyola 2013
Muchas cosas han cambiado en la Iglesia y en la sociedad desde 1556, año de la muerte de San Ignacio de Loyola. Entonces aún no había concluido el Concilio de Trento, la vida de la Iglesia Católica se estaba reorganizando según criterios rigurosos después de las dolorosas heridas infligidas por la gran factura, sobre todo en la Europa del norte. La obra de San Ignacio y de sus hijos fue providencial y muy eficaz en aquel periodo de recuperación. ¿Pero qué puede decir hoy al tercer milenio al mensaje de un santo que vivió intensamente todas las batallas de su tiempo?
Un dato me parece que emerge sobre tantos otros: el valor de lo interior. Entiendo por este término todo lo referente al ámbito del corazón, de las intenciones profundas, de las decisiones que parten del interior. Ese es el ámbito; del que habla Jesús cuando declara dichosos a los pobres de espíritu y puros de corazón (cfr. Mt 5,3.8), cuando nos invita a imitarle a él, “manso y humilde de corazón” (Mt 11,29), cuando señala al corazón como fuente de nuestras intenciones: y acciones (Mt 15.18-19). Es el lugar del que brota la confesión de fe que salva (“si tu corazón cree que Dios resucitó a Jesús de entre los muertos, te salvarás” Rom 10,9), por lo que Pablo ruega que “el Padre os robustezca en lo profundo de vuestro ser” y “que Cristo habite por la fe en vuestros corazones” (Ef 3,14-15). San Ignacio ha contribuido decisivamente para examinar comprender y purificar los derroteros del corazón humano y ha dado a la Iglesia una “metodología de la decisión interior” que está en la base de todo itinerario espiritual serio.
En los últimos decenios, gracias también a los estudios históricos y teológicos de muchos jesuitas, ha crecido el conocimiento y estima de los Ejercicios en su texto original y muchas personas sienten el atractivo de esta escuela de oración y de este camino del corazón. Cada vez que dentro de la Compañía de Jesús se discuten los desafíos del futuro, las múltiples opiniones y visiones que se derivan del pluralismo vivido por los jesuitas en el marco mundial de sus actividades, todas se recomponen como por ensalmo cuando se conecta con el mensaje de los Ejercicios y la fuerza de esta propuesta pastoral y espiritual. Basándose en los Ejercicios y en su eficacia, es muy fácil llegar a un acuerdo prácticamente unánime.
Además, gracias al mayor conocimiento y amor de la Escritura en el pueblo de Dios, al que el Concilio Vaticano II dio un impulso decisivo, ha aparecido con mayor claridad la estrechísima relación entre la dinámica que subyace en la Biblia y el camino espiritual propuesto por San Ignacio. Se trata de un camino de conversión y de cambio de mentalidad que mira sobre todo a la figura de Cristo, contemplado en su vida tal como la vivió concretamente en el entusiasmo de la predicación del Reino y en la humildad y pruebas que soportó con insuperable confianza hasta la muerte en cruz. Hoy los cristianos sienten fuertemente que Cristo es el camino de la Iglesia y de la humanidad. Como ha dicho el Papa Juan Pablo II en el documento programático para el tercer milenio (Novo Millenio Ineunte, n. 29) “no nos seduce ciertamente la ingenua perspectiva de que, frente a los grandes desafíos de nuestro tiempo, pueda haber una fórmula mágica. No, no será una fórmula la que nos salve sino una Persona y la certeza que ella nos infunde: ¡Yo estoy con vosotros!”. Por eso el programa para el milenio “se centra en último término en Cristo mismo, a quien es preciso conocer, amar e imitar, para vivir en él la vida trinitaria y transformar con él la historia hasta su culminación en la Jerusalén celestial”. Ahora bien, éste es precisamente el programa que San Ignacio enseña a hacer propio e integrar en nuestra existencia con los Ejercicios Espirituales.
Quisiera añadir, con la experiencia de más de veinte años como obispo de una gran diócesis, que los Ejercicios no ayudan sólo a cambiar los corazones de los individuos, sino que son también una ayuda pastoral concreta para el camino de una iglesia local. El obispo que proponga a la diócesis un camino inspirado en la dinámica de los Ejercicios experimentará las grandes ventajas que se derivan de este riquísimo manantial de vida espiritual.
Por otra parte resulta cada vez más claro que el camino futuro de la Iglesia deberá dirigirse sobre todo al cambio del corazón y que sólo así pueden producirse las obras de justicia y caridad que el mundo necesita. La misma teología estará siempre más orientada hacia un replanteamiento de las categorías heredadas de la investigación de los siglos pasados en el sentido de una valoración de las actitudes interiores de la fe, la esperanza y la caridad. Veo, pues, una función providencial del “redescubrimiento” de los Ejercicios como la contribución fundamental de San Ignacio a la vida de la Iglesia. Por su medio, en sus múltiples aplicaciones personales y comunitarias, la fuerza espiritual de Ignacio de Loyola seguirá hablando a las generaciones futuras en un lenguaje comprensible y cercano a la experiencia diaria.
No quisiera concluir sin mencionar otra aportación importante de Ignacio a la espiritualidad de nuestro tiempo: su amor a Jerusalén. Ya cuando su conversión en Loyola concibió el propósito no sólo de ir allá como peregrino, sino de quedarse para orar y ayudar a las almas. Cuando en efecto fue más tarde, en 1523, no le permitieron quedarse, pero perseveró en su propósito de volver y posiblemente quedarse. Este propósito lo conservó aun después de 1538, cuando quedó claro que el viaje era imposible y por ello se presentó al Papa con sus compañeros para ponerse a su disposición. En una carta escrita diez días antes de su muerte se habla aún de Jerusalén como lugar deseado para una casa de la Compañía. Ignacio había entendido el significado de la centralidad de Jerusalén para la historia del mundo y nos lo sigue recordando todavía a todos nosotros.
Cardenal Carlo María Martini, SJ.
(*Turín 1927, +Gallarte 2012)
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